lunes, 17 de mayo de 2010

Dicen...

Bueno, y dicen que en la parroquia de P… no pasaba mucho hasta ese día en que sí pasó y lo que pasó costó explicarlo bien pues para explicar es preciso comprender por lo menos un poco y lo que se dice comprender nada en este caso. Sucedió como suceden las cosas de repente. La cuestión es que al fondo de la parroquia, en una zona vedada hasta para los más fervientes feligreses, yacía hacía varios años una estatua de Jesús con una larga hendidura en su costado, un quiebre de la madera que provocó su inmediata retirada de tan sagrado escenario. Suplían su ausencia un Jesús no muy logrado y María madre. Día tras día recluso, sin visitas más que sacerdotes que apenas se dignaban a mirarlo, ocupados en sus variados menesteres. Sucede que yo, decía el seminarista, pasé frente a Él y sentí unas palabras que cayeron como una lluvia de carmesí. Oh milagro de milagros! el Cristo abandonado habló. El hijo del Hombre. Para no enloquecer guardé silencio, pero claro, me engañaba a mí mismo puesto que al otro día nuevamente su voz como un reguero de agua tierna y prístina me recordó su presencia. Ahí estaba, frente a mí hablándome de amor. El discurso ya lo conocen, no hay por qué repetirlo. La cuestión es que el rumor se extendió rápidamente y la procesión de velas, llantos, desmayos y túnicas comenzó. Hoy por hoy, dada la delicada situación de la Iglesia, decía él, yo, de nuestra Iglesia, un milagro como este venía a borrar años de injurias, de titulares blasfemos y de acusaciones contra miembros poco ortodoxos. Entonces la voz de Jesús era el bálsamo para una herida Iglesia replegada en sí misma, introvertida, que ya parecía destinada a lamerse las heridas. Las puertas nuevamente se abrieron y se disculparon las apresuradas voces que clamaban por justicia. Justicia!, y ahora lloraban y se persignaban. Los medios entraron esta vez cautos y avergonzados, pasaron bajo nuestras puertas y todos los miramos triunfales. Pero Jesús habló de la humildad también entonces guardábamos un respetuoso silencio mientras nuestras almas bailaban y gritaban. Dijo el seminarista y no exageraba. Pero lo que pasó después, y pareció ser una broma divina, fue cuando Jesús, ante la más alta curia, musitó lo que había visto en su largo exilio descolgado. Y dijo saberlo todo, y dijo venir a redimir los pecados pero que estos debían salir a la luz porque Dios es luz. Y los miembros de tan alta curia recordaron sus juegos en aquella sala abandonada y alejada de los pasillos más concurridos y recordaron que jamás vieron en la estatua un testigo y pensaron que ya no podían esconderse más porque recordaron que Dios está en todas partes y que mejor prueba de ello que un Jesús descolgado vociferando un par de cosas que había visto. En fin. La escena no podía ser más aterradora. Jesús, el hijo del Hombre, vociferando culpas y pecados. Si el Hijo del Hombre te acusa de algo más vale que te inquietes y que mires bien dónde estás parado. Culpas, culpas. Redimir los pecados era sacarlos a la luz, ventilarlos decían los medios, y ellos al fin serían la prueba viviente del rebaño descarriado. Por primera vez había alguien frente a ellos desde el púlpito, por primera vez…

Llámenlo como quieran, pero cuando el cuerpo del Cristo abandonado apareció en el mar con una venda en la boca y ojos, las cosas volvieron a su calma, a su natural calma.

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